Han pasado varios días desde que escribí la última entrada. A veces no es fácil escribir entrada tras entrada sobre cómo no me he podido sentar a escribir tranquilamente, algunos días se me hace imposible admitir al frente de cualquier par de ojos que se pasa por aquí que no encuentro las fuerzas para escribir. No sé por qué, supongo que hay días más oscuros.
La semana pasada estuvo llena de días como esos, en los que quería solo ver capítulos de alguna serie en Netflix y dormir para siempre. Es tan irónico, tan ridículo, que tenga por fin el tiempo y el espacio para escribir que siempre soñé, y aún así algunos días siga sintiendo ganas de esconderme bajo la cama.
Pero desde el viernes pasado he tenido otro tipo de días, en los que no he podido parar de escribir. Entonces es mejor no determe, no distraerme escribiendo otra entrada del blog, sino seguir y seguir. Escribir 1.000 palabras diarias, reirme sola cuando Isabella (mi protagonista) está apunto de hacer algo imprudente o cuando David (mi otro protagonista) es un fracaso bailando reggaeton.
El viernes fue muy lindo. Pasé más de seis horas sentada en un café, escribiendo sobre momento en el que el amor aparece en la vida de dos personajes. Ese momento en el que nos preguntamos secretamente, y por primera vez, cómo será la vida junto al otro. No sé si sea posible entender para alguien que no escribe ficción, pero uno se enamora de sus personajes, casi como si fueran hijos.
Es lindo ser la loquita sentada en un café de Londres, sonriendo sola porque la protagonista de su historia es feliz.